Asombra, todavía, el silencio y el olvido que se cernieron tras su asesinato sobre una personalidad tan impactante y distinta a todas. Pese a que su leyenda sigue formando parte de la mitología de una ciudad que en tiempos de Lorca alcanzó sus cimas de intensidad y desgarro, ni siquiera un final tan trágico como el del propio Federico ni el hecho de que el poeta se inspirara en ella para escribir La zapatera prodigiosa sirvieron para incluir a Agustina González en la nómina de genios de una generación cuya condena fue adelantarse décadas (o siglos) en su filosofía de vida y sus métodos.
Natural humanista y socialista convencida, defensora de una acción política que buscara únicamente el bien común por encima de intereses personales, detractora del belicismo y del descrédito de los políticos, lo que impulsaba a hablar a Agustina era la rebelión ante lo injusto asumido y lo absurdo normalizado. Siguiendo la corriente de sus pensamientos a lo largo de estos textos, que ella misma se encargaba de imprimir y vendía en el escaparate de su zapatería, descubrimos a una mujer honesta, fiel a sí misma, de una lucidez tan transparente que en ocasiones limita incluso con la ingenuidad, enemiga de la mentira y la hipocresía, sincera y valiente hasta las últimas consecuencias. Las críticas no hicieron sino endurecerla, reforzarla en sus convicciones tan puras como sencillas: permanecer leal y constante a los propios ideales, que serán los correctos mientras no atenten contra nadie ni promuevan mal ni odio.
Crítica con el servilismo a los ricos, con la ignorancia y la soberbia, con los que desprecian a las clases inferiores, con la avaricia de los banqueros y la ineptitud de los políticos, dignificó a obreros y campesinos, se burló de señoritos ricos de vida holgazana y resuelta, ideó numerosos métodos para mejorar la vida diaria en las ciudades y para erradicar la ignorancia de las masas, denunció los peligros del fanatismo, enarboló el feminismo como una de las banderas más necesarias en la construcción de un país futuro con plena igualdad de derechos entre hombres y mujeres, concibió a Dios de modo panteísta y demostró, además de un inmenso apego a la vida, una imaginación y creatividad que el fascismo segó de raíz.
Agustina nació en Granada el 4 de abril de 1891. Lectora voraz, inquieta y preocupada por el mundo que la rodea, desde niña confiaba encontrar en los libros las respuestas a las preguntas que la acechaban. Después de cursar sus estudios primarios en el Real Colegio de Santo Domingo de Granada, donde demostró también un inusitado interés por la astronomía y las ciencias, su familia valoró en asamblea si la adolescente podía o no leer cuanto deseaba, seguramente sospechando ya, o temiendo, que la chica despuntara intelectual y preguntona. La resolución fue favorable en parte, porque pese a que no se le prohibió del todo la lectura, sí se la sometió a una vigilancia estricta que causó en Agustina periodos de ansiedad y nerviosismo de los que intentaba escapar disfrazándose con las ropas de sus hermanos para caminar libre por las calles. Una natural predisposición a la curiosidad por las cosas del mundo le lleva a seguir leyendo a escondidas de sus hermanos, a interesarse por las ciencias, por la religión, por los debates políticos… La joven Agustina divaga, imagina, se recrea, rememora amoríos y cortejos de adolescencia, sueña con un futuro que nunca podrá ver. Juega con los roles de género y los tergiversa, se atreve a desafiarlos, a comprobar hasta qué punto nos condicionan y nos determinan.
Las consecuencias al ser descubierta no se hicieron esperar: junto con el diagnóstico de histeria llegaron las primeras críticas generalizadas, puesto que la respuesta a una mujer independiente en un entorno tan asfixiante como el de un pueblo pequeño previo a la Guerra Civil no puede ser más que la burla y el insulto. Su actitud carismática, inteligente y contestataria suponía un desafío intolerable a unos detractores para cuyas aspiraciones de igualdad, cultura y progreso sólo podían deberse a una razón: el desequilibrio mental de quien las propugnaba, más aún tratándose de una mujer. Pero Agustina aprovechó sus circunstancias desfavorables para extraer de ellas la inspiración y escribir sus ensayos contra quienes tenían tal estrechez de miras que no eran capaces de distinguir las ideas que hacen avanzar a la humanidad. Si una sociedad intransigente y cerril le exige justificarse, ésta es la única manera en que lo hará una mujer que ya ha escapado para siempre del molde de sumisión y obediencia prefabricado para ella.
La vocación política de Agustina le llevó a fundar el Partido Entero Humanista para las elecciones de 1933. En la bandera blanca del Partido Entero Humanista sólo ondeaban dos palabras bordadas: «Alimento y Paz», y los puntos principales de su Reglamento Ideario del Entero Humanista Internacional tenían por meta objetivos tan elevados como eliminar las fronteras, acuñar una moneda universal, crear el Palacio de Todos para dar alojamiento a los pobres y desposeídos, erradicar el hambre en el mundo o legalizar los matrimonios entre personas del mismo sexo, algo absolutamente revolucionario para la época.
Agustina hacía preguntas. Llamaba a la acción. Tocaba temas incómodos. No se callaba. Molestaba. Y precisamente esta personalidad tan transgresora, tan intolerable en la España de la Guerra Civil, fue la causa de que el franquismo la apuntara con su dedo de hierro.
Tras el golpe de Estado de 1936, la zapatera fue primero encarcelada y después trasladada al pueblo de Víznar y fusilada allí («por puta y por lesbiana»), igual que Lorca, junto a otras dos mujeres, aunque se desconoce la fecha exacta de la ejecución. Dicen que, en el momento de su muerte, enfrentada ya a los fusiles del pelotón colocado en línea, se negó a solicitar el perdón de Dios y alzando sus ojos al cielo pidió, en cambio, clemencia a las estrellas. Pero sus asesinos no consiguieron callar su voz, que hoy compartimos, ni enterrar sus ideas. Aquí están, recopiladas por primera vez, para que no vuelvan a caer jamás en el negro abismo del olvido.
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